sábado, 26 de septiembre de 2009

Cervecícola y Vinícola. Ernst Jünger


El gran escritor alemán Ernst Jünger, en un libro de exploración sobre las drogas titulado Acercamientos, dedica un par de capítulos a relacionar las particularidades de la cerveza y las del vino.

"El andar de taberna en taberna no tiene por qué desembocar en la embriaguez, sino que incrementa el placer de la reunión. Entonces nos volvemos sedentarios y queremos que la ingesta dure. Ésta tiene que ser ligera y agradable, y hemos de poder libarla en abundancia; en este aspecto, la cerveza no tiene parangón; pues habría que cambiar de plano y pensar, por ejemplo, en el té. Sin duda, en este ámbito el goce y el ritual, como cabe estudiar en Okakura Kakuzo, son muchísimo más espirituales. Si la cerveza se asocia con la algazara, el té sugiere silencio sereno durante las pausas de una conversación apacible.

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Una frontera no siempre muy nítida separa los países cerveceros de los vinícolas. Se encuentra determinada por el clima benigno, ni demasiado fresco ni demasiado caluroso, en que crece la vid. Dentro de esa zona hay, a su vez, países donde su cultivo adquiere un refinamiento extraordinario. Para tal fin, se precisa una armonía perfecta con los elementos: la situación de los valles fluviales y de las faldas montañosas, la tierra, el agua, el sol, los condicionamientos cósmicos y elementales. El espíritu del lugar aporta su contribución (...) Algo similar vale para la madera, con que el vino entra en contacto en cubas, lagares y barriles. El saber, o mejor dicho, la sabiduría de viticultores y de toneleros se ha adquirido y refinado en una larga tradición. Encontramos entre las cepas, en las bodegas y en pequeños locales tipos que están impregnados por su actividad. Aún se corroboran rasgos semejantes en cazadores, pescadores y jinetes, es decir en aquellos que practican su oficio con pasión.

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Nos damos cuenta de que la mesura acompaña al vino, sobre todo en los lugares donde tiene su hogar desde antaño: en los países vinícolas. En estos pagos, no se atribuye ningún mérito particular a la capacidad de aguante para el vino, como sucede con los dandis y sus Six-bottle-men, que hasta el último trago permanecían sentados a la mesa, con una calma estoica. Para los países brumosos, con sus melancolías, son más apropiadas las cervezas fuertes y, especialmente, el whisky. El whisky sorprende porque estimula durante una dilatada extensión de tiempo, mientras que su efecto embriagante se acumula en secreto. Las fuerzas estimulantes y narcóticas se siguen, una junto a la otra, como paralelas que se encuentran de repente en el infinito. La nave surca, etérea, las olas de la conversación; de repente, sobreviene el black-out.

El vino de mesa, que acompaña a las comidas, se bebe con moderación, con frecuencia aguado. Es el vino del país, fiel, autóctono, no viene de lejos. Quien no lo cultiva tiene a su viñatero de confianza. En las marcas famosas, en los grands crus, en los vinos de uvas selectas, la mesura es inherente al goce; el abuso está vetado de por sí en las libaciones donde se han hermanado las fuerzas telúricas y el arte humano. Aquí, cada gota es valiosa, y al viñatero es indispensable un buen catador, es decir, aquel que sabe apreciar la dádiva y, aún más, aquel que oficia el misterio. Cuando alza la copa, parece calarlo hondo con la mirada, y cuando lo saborea diríase que no solo escucha una melodía, sino que adivina el silencio de fondo.

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